“El estanque
dorado”
El sol acariciaba las primeras horas
del día, una suave brisa lo envolvía todo, con aromas de lavanda y un sin fin
de perfumes que embriagaban el ambiente.
Me detuve ante unas verjas blancas, mis viejos huesos buscaron un sitio
apropiado donde descansar y poder contemplar el mundo que me rodeaba antes de
entrar en la que probablemente sería mi última morada. Intentaba inspirar las
últimas ráfagas de aire que me quedaban en libertad. Al acercarme a la verja, pude leer un letrero
situado en la parte superior de la misma, “El estanque dorado”, –bonito nombre pensé-. No sabía cómo había sobrevivido a todos mis
seres queridos, siempre pensaba que no podría aguantar más, pero aguanté,
sobreviviendo a todos ellos, aunque continuaban formando parte de mi vida. Ahora, en el invierno de mi existencia me
habían diagnosticado una enfermedad que me borraría poco a poco todos los
recuerdos de una vida (sería como volver a nacer, pero sin fuerzas ni ganas de
aprender). Y allí, con una pequeña maleta que contenía toda una vida, me
encontraba exhausta para seguir luchando, pero mi cuerpo obstinado siguió
avanzando con ahínco hasta cruzar la puerta. Pase a un pequeño hall blanco, al
fondo tras un mostrador una señorita de
blanco inmaculado, esbozó una sonrisa dándome la bienvenida. – ¿Si?, me pregunto, - soy Olga Muñoz, - la
estábamos esperando, sígame le enseñare su habitación. Cruzamos un pequeño
comedor ahora vacio, llegamos a un pasillo con habitaciones al lado izquierdo,
mientras que al otro lado unos grandes ventanales abiertos dejaban ver un
precioso jardín, cuidado con esmero, árboles frondosos daban sombra, invitando
a descansar relajadamente con una buena lectura. De pronto se paró ante la
puerta 33, yo pensé 6, 9 u 8, mi cerebro se negaba a descansar, -¿porqué?- . Pasé
a la habitación, se dejaba ver todo su interior, disponía de dos puertas, una
era la del aseo, la otra daba un pequeño patio. Un escaso mobiliario compuesto
por cama, mesita, dos sillones y un pequeño armario, era todo el contenido para
un futuro incierto. Cuando me quedé sola, deshice la maleta y colgué la ropa,
repartí unas fotografías familiares por la habitación. Encendí un cigarrillo
que llevaba demasiado tiempo guardado en una cajita, regalo de un amigo, en mi
mente se escuchaba el adagio de Albinoni, esa melodía, me había acompañado toda
mi larga vida y ahora como yo, también se negaba a ser olvidada. Estaba absorta
mirando cómo el humo entraba y salía, el aroma especial de aquel cigarrillo me
animó a hacer frente a mi nueva situación, cómo dominarla, soledad, exilio,
última parada. No, todavía no estaba muerta, me levanté y crucé la puerta que
daba al pequeño patio solitario –aquí podría plantar algunas macetas para darle
vida y entretenerme en cuidarlas hasta que el manto oscuro me atrape en el
olvido- pensé. Tiré la colilla en el váter y salí a conocer mi habitáculo y sus
habitantes. Todos me miraban y sonreían mientras yo les correspondía con una
sonrisa, más mueca que otra cosa. Al salir al jardín me pareció ver un rostro
conocido y me acerqué, era un señor con
chaqueta que en un tiempo posiblemente fuera negra, ahora aunque desgastada
conservaba su pasada elegancia. Me senté a su lado, me saludo cómo si fuera
conocida, pronto entablamos una conversación surrealista. Me llamaba María, -mi
amor, hoy vendrán nuestros nietos, así que prepararemos una merienda
especial-. Yo me dejé llevar y pronto
pasé a ser María (qué más daba, en aquel lugar nadie era quien había sido), -
sí iba a perder la memoria pronto, ¿porqué no ahora para ayudar a este señor?-
. Cuando nos llamaron a comer el hombre se levantó y se fue, ausente y
pensativo, ni siquiera se despidió, -¿en qué estaría pensando?-, después de
comer me dirigí a mi habitación, me esperaba una sorpresa, al abrir la puerta
mis cosas estaban en la maleta y unos gritos me despertaron, ¡cariño!,
¡cariño!, el café está en la mesa, -¡Dios mío!, que real había sido todo!- pensé,
-también los sueños forman parte de la vida, ¿o no?-. Mi marido me esperaba
ante dos tazas de café, un aroma agradable se esparcía por toda la cocina, me
senté ante mi taza. Aquella mañana Olga, María y yo, compartimos café.
Qué sensibilidad escribiendo. Siempre le gusta a uno, aunque sea por pocos minutos, dejar volar la mente. Besos!
ResponderEliminarGracias Rafael, tu tienes tanta ternura que a tu lado la vida es de color de rosa...Como en Paris
EliminarHola buenas noches un placer conocerte,gracias por us palabras en mi blog....
ResponderEliminarMe ha encantado la lectura de tu entrada...escribes muy bien.Un beso y que siempre te despiertes de tus sueños y te espere una taza de café,,,
Encantada de haberte ayudado en estos momentos...Un beso, Anna
EliminarYa había leído este relato en Pandora, pero me uno al comentario de Rafael y te sigo expresando mi admiración. Ánimo con el blog, me encanta. Nos vemos.
ResponderEliminarEres un cielo, te quiero...Anna
Eliminar