El
pacto por
Ana Calafat
Cuando oí tú voz, al otro lado del teléfono, se apoderó
de mí una especie de melancolía, envolviendo todo mi ser.
-Hola Esther, ¿cómo estás?-
-Hola María, estoy bien, ¿y tú?-
Por un momento solo escuche tú respiración.
-¡Tenemos que hablar!
-¿Pasa algo?
-Mañana si quieres te lo cuento-
Quedamos para comer al día siguiente, en un pequeño
restaurante en el centro, sin más nos despedimos.
Ignacio volvió a casa para la cena, durante la misma le
conté que me habías llamado.
-¿Cuánto tiempo lleváis sin veros?-
-Mucho contesté, (demasiado pensé)-
A la mañana siguiente tomé mi dosis de cafeína (sin
ella estoy perdida), enseguida arreglé todo para nuestro encuentro. Saqué del
armario unos jeans, camiseta, chaqueta, complementos y unas botas que hacía
demasiado tiempo que no usaba. Entré en el baño, preparé la bañara con sales y
aceites perfumados, lo necesitaba. Luego
maquillé mi rostro y finalmente me vestí. Me miré y el espejo me
devolvió una imagen cómo hacía tiempo que no veía, me agradó lo que vi.
Cogí un taxi, dirigiéndome a nuestro encuentro. Entré
en el restaurante, todo estaba igual, parecía que el tiempo hubiese estado
parado, para darnos otra oportunidad. El camarero me acompañó hasta una pequeña
mesa al fondo, al lado de una ventana, donde se visualizaba un jardín repleto
de flores, recordé que era mayo, embelesada ante tanta beldad no te oí
acercarte, de pronto tu voz me devolvió a la realidad. Ibas vestida con un
traje negro, camisa blanca y un pequeño sombrero a juego, tu rostro aún vello,
estaba anacarado, estabas extremadamente delgada, nos saludamos y pedimos la
comida.
-Ensalada templada de jamón, de primero-
-Perdices escabechadas con trufa, de segundo-
-Mousse de frutas del bosque de postre_
Todo ello acompañado por un cava brut, un reserva de
las bodegas Juve y Camps. Pronto me pusiste al día. Te habías detectado un
pequeño tumor en el pecho, extirpado este te tenían que dar sesiones de
quimioterapia.
-Para, para, no puedo resistir más, me ahogo-
-¿Cómo crees que estoy yo?-
Dándome cuenta de mi poca sensibilidad te pedí perdón.
-No, no creas, sé que es duro- contestaste
-¿Te acuerdas de nuestra promesa?- me preguntaste
-Si-
-Pues creo que es hora de que se cumpla-
-Pero María tengo…-
Tapaste mi boca con tu mano y dijiste:
-Podríamos casarnos-
-¡Que!-
-Es la única forma de que si me pasara algo te quedaras
con toda mi herencia-
“Juntas hasta la muerte”, esa había sido nuestra
promesa de adolescentes.
-¿Pero casarnos?-
Mi amiga se había vuelto loca, ¿qué diría la gente de
todo aquello?
-No me contestes ahora, piénsatelo-
Pedí una copa, hacía tiempo que no tomaba un gin-tonic,
pero lo necesitaba más que nunca. Lo bebí casi de un trago, tú continuabas
hablando, pero yo no podía asimilar lo que me decías. Así sin más, las lágrimas
vinieron resbalaron por mi rostro, me quedé hecha un manojo de nervios. Me
consolaste, al rato me repuse (el mundo no giraba solo a mí alrededor), te
abracé al mismo tiempo que te decía:
-¡Si, voy a casarme contigo!-
Esa noche se lo expliqué a Ignacio, quién no entendió
nada,
-Sí te vas con ella, lo nuestro ha terminado-, me dijo
Encogiéndome de hombros entre en la habitación,
apoderándose de mí un escalofrío, que fría encontraba la estancia que durante
un tiempo había sido tan cálida para mí.
Ya en tu casa, hicimos planes para organizarnos. La
enfermedad nos daba pocas posibilidades, pero las aprovechábamos para intentar
vivir dignamente. Un día decidimos alquilar una casa en playa, concretamente en
Punta Umbría, estaba al lado del mar y desde la ventana veíamos como salía el
sol, era un marco incomparable. Teníamos un pequeño jardín, pusimos una mesa en
la cual comíamos, leíamos y charlábamos hasta altas horas de la madrugada,
éramos felices, recuperamos nuestra amistad solidarizándola aún más, vivíamos
el día a día, pues cada uno lo disfrutábamos cómo si fuera el último. Allí me
entere que estaba embarazada, la noticia aunque un poco a deshoras nos alegró
de igual manera. Decidimos ponerle el nombre de Julia, siempre nos había
gustado a las dos. Aquella noche sonaba de fondo una canción de Leonard Cohen,
acompasaba a las olas del mar, que esa noche parecían estar algo agitadas. El
tiempo parecía que estaba a nuestro favor y enfermedad estacionada, así nuestra
vida parecía normal.
El primer día que Julia se movió dentro de mí por
primera vez, tu acercaste la mano y ese gesto pareció tranquilizarla (ya me
habían confirmado que sería una niña, aunque yo lo había intuido desde el
principio). Cómo cada tarde tomamos nuestro té en el jardín, viendo cómo la
puesta de sol dejaba una tonalidad de colores en el cielo, cómo si se tratara
de un lienzo de Monet. Nos quedamos medio adormiladas, la humedad de la noche
nos despertó. Por la mañana fui a comprar la comida, tú te encontrabas
indispuesta, parecías agotada, cuando regresé estabas en la cama con un fuerte
dolor, así que decidimos regresar a nuestra casa, así estaríamos cerca del
hospital.
Cosas del destino, conforme crecía mi embarazo, también
lo hacía tu enfermedad. Ingresaste en el hospital, preparamos tu habitación, la
decoramos dándole un ambiente cálido. Mi cama estaba junto a la tuya, de alguna
manera tenía fuerzas para ir sobreviviendo ante tanta contrariedad, apoyándome
en la vida que llevaba dentro. Ibas desapareciendo dentro de un ser que a duras
penas reconocía, aunque seguía siendo tú. Se acercaba el día del parto, esa
noche entraste en coma, también decidió nacer Julia. Los médicos dijeron que se
acercaba el fin y te dieron un opiáceo para aliviar tu sufrimiento. Esa noche
dormí cogida tu mano, fría y frágil como tu destino. Julia era preciosa, estaba
dándole de mamar cuando abriste los ojos, me levanté acercándome para oírte,
pero tus labios no pronunciaron ni una sílaba, tu mirada se detuvo en la niña
contemplándola, un brillo angelical se reflejaba en tus ojos, resbalando por tu
rostro dos lágrimas de felicidad, ese día nos dejaste huérfanas.
Tus
cenizas las deposité junto con un poema Emily Dickinson:
Morir no duele mucho:nos duele más la vida.
Pero el morir es cosa diferente,
tras la puerta escondida:
la costumbre del sur, cuando los pájaros
antes que el hielo venga,
van a un clima mejor. Nosotros somos
pájaros que se quedan:
los temblorosos junto al umbral campesino,
que la migaja buscan,
brindada avaramente, hasta que ya la nieve
piadosa hacia el hogar nos empuja las plumas.
Decidí vivir en el campo y así empezamos la vida sin ti, nos había dado tanto que el tiempo de vida que nos quedase lo llenaríamos con el amor que nos diste. Ese día escribí: “Te echo de menos cada minuto que pasa, eres como el viento, no puedo verlo pero si sentirlo.” Una mariposa revoloteó alrededor de la mesa, sus alas eran de colores luminosos, pensé: allá donde estés también nos echarías de menos. Me acerqué a la cuna y cogiendo a Julia entre mis brazos bailé mi primer vals con ella.
Esta historia la puso en mis manos Triana, yo le di forma (espero haber estado a la altura de la ficción)
Tu siempre estás a la altura, e incluso la mayoría de las veces la superas.
ResponderEliminar